El
ángel que da luz a mi vida
Hay personas que creen en el amor.
Hay otras que no. En este mundo nuestro ya no se le da tanta importancia como
antes. Últimamente sólo nos importa si es guapo o guapa, si está bueno o si
tiene un buen culo.
El otro día, en el recreo, le
pregunté a un es profesor si era feliz. No recuerdo bien cómo salió el tema,
pero es alguien con quien tengo confianza. Él me dijo que sí, obviamente.
Recuerdo que cuando nos daba clase era como un padrazo para nosotros, se le
tenía cariño. Estuvimos hablando y me contó una historia que me llamó bastante
la atención. Trata de cuando él era joven.
Mi profesor estaba estudiando filológica
inglesa en la universidad. Era ya su segundo año, pero se llevaba bien con los
alumnos de otros cursos. Fue una época torpe y alegre a la vez para él. Le
ocurrieron muchas desgracias pero también le sonrió la vida.
Era por la mañana. Sonó el
despertador a las siete y media, se dio la vuelta en la cama y lo apagó
inconscientemente. ¿A quién no le ha pasado alguna vez? A la de veinte minutos le
sonó el móvil y se levantó sobresaltado. Era un colega suyo con el que quedaba
para ir a la universidad. A su amigo le parecía raro que no hubiera llegado,
pues quedaba sólo un cuarto de hora para que empezaran las clases y mi profesor siempre
era puntual.
Se bajó de la cama, se vistió
maldiciendo el despertador sin saber que lo había apagado él mismo y se dirigió
a la puerta. No le preocupaba no haber desayunado, sólo había dos horas de
clase antes del almuerzo. Le parecía que aquel no iba a ser un buen día.
Al salir de casa vio que llovía,
pero no quiso perder tiempo en volver a por un paraguas. Más tarde pisó un
charco y se dio cuenta de que había olvidado los libros. Fue a casa a por ellos
y nuevamente olvidó coger el paraguas. Prefería haber tenido dinero para
comprarse un coche, pero poca gente a su edad lo tenía entonces y había que
conformarse con el metro.
Cogió el subterráneo a las ocho
menos cinco. Le quedaban diez minutos antes de que tocara la campana y los
alumnos entraran al colegio como obedientes ovejitas guiadas por su pastor;
algunas a buen paso, otras rezagadas y
perezosas. Presentía que no iba a llegar a tiempo. En el metro no hacía más que
sentarse y levantarse del único asiento que quedaba libre, nervioso y
estresado.
Vio que se subió una mujer de la
edad de su madre con dificultades al andar y dejó que se sentara en el asiento
que él estaba ocupando. La mujer, aunque cabizbaja, se lo agradeció. Él no
reparó demasiado en el estado de ánimo de la señora, estaba demasiado ocupado
pensando en sus cosas, en cómo haría para llegar a tiempo.
Llegó tarde, pero tuvo suerte de
que al ser unas aulas enormes con muchos alumnos el profesor no se dio cuenta
de su retraso. Las clases fueron duras y acabó agotado. Lo único que quería era
volver a casa a descansar.
De vuelta en el metro, él iba con
su amigo, aquel que le llamó por la mañana y con el que quedaba para ir a
clase. Fue algo inusual lo que ocurrió entonces. Al entrar en el vagón vio a
unas amigas suyas un año menor que conoció en el instituto. Con ellas iba una
chica a la que no conocía, seguramente era nueva en la universidad.
Se acercó con su amigo a saludar a
las muchachas, no le había llamado especialmente la atención aquella chica, parecía algo
seria, aunque sí que se fijó en que no la conocía. Pero algo pasó. Fue
entonces. Cuando la chica le dijo “hola”, mirándole a los ojos con curiosidad.
Al pronunciar esas palabras le pareció que esos ojos eran los más bonitos que
había visto en toda su vida. Se le paró el tiempo durante un instante, sintió
mil emociones, no lo entendía. Por fin reaccionó y él también la saludó. Jamás
había oído un “hola” tan lleno de sentido. No se atrevió a preguntarle su
nombre, era algo tímido. Tuvo suerte de que sus amigas se la presentaran y
viceversa.
Estuvieron hablando durante el
trayecto y mi profesor, este hombre tan magnífico, se dio cuenta de que la
chica a la que acababa de conocer no sonreía nunca. Él trataba hacerla reír
contándole anécdotas y chistes, pero no lo consiguió. Tampoco tuvo mucho tiempo
para hablar con ella, en seguida llegaron a su destino.
Se bajó del vagón, se despidió de
sus amigos y de la chica a la que acababa de conocer y se dirigió a casa.
Mientras salía por la boca del metro estuvo pensando en aquella chica y pensó
que no había sido tan mal día, después de todo. Mientras le daba vueltas a ese
asunto se tropezó con el hombre que repartía los periódicos. El repartidor le
regañó enojado, pero él se disculpó sonriente.
Al día siguiente llegó puntual al
encuentro con su amigo para ir a clase. Todo marchaba bien. Las clases ni
siquiera le parecían duras o aburridas, no hacía más que pensar en “ella”.
En la hora de comer le dijo a su
amigo que tenía un asunto que atender que no le esperara. Se dirigió hacia la
chica que conoció el día anterior en el metro y puso la excusa de que no tenía
con quien charlar mientras comían para sentarse con ella. Estuvieron hablando
un largo tiempo, pero ella se mantenía siempre
distante y cerrada. En cambio, él era amigable y trataba de hacerla reír.
No lo consiguió.
Trató durante varios días hacerla
sonreír. Pensaba que así lograría enamorarla porque, lo que él sentía cuando
miraba sus ojos, cuando hablaban, cuando tan solo notaba esa brisa al pasar al
lado suyo… era algo especial. Iba todos los días con ella y sus amigas a casa
en metro y jamás le sacó una sonrisa. La invitaba a comer, a cenar, a dar
paseos, le regalaba margaritas, pajaritos de papel… y todo se lo rechazaba.
Pasó el tiempo y desistió. Decidió
que era imposible hacerla reír y hasta él mismo dejó de ron reír. Pensó que
estar enamorado fue lo peor que le podía haber pasado. Lo estaba pasando mal
por la mujer que amaba.
Un día de esos, se cruzó con ella y
la saludó sin la emoción y el entusiasmo con el que lo solía hacer. La chica se
sintió culpable, creyó que estaba así porque no había conseguido que ella fuera
alegre, como él.
Ese mismo día, se encontró con una
señora a la que le costaba andar. Costosamente estaba bajando las escaleras que
daban a un parque. El desgraciado hombre, se acercó a la mujer y la ayudó a
bajar las escaleras. Ésta le dijo: “Gracias otra vez, muchacho”. Se dio cuenta
de que era la misma mujer que a la que cedió su asiento aquel día en el metro.
Le preguntó su nombre y él, al ver que no era mala persona, se lo dijo.
Empezó a decirle que era una
desafortunada, que estaba ya vieja y que esa pierna le mataba, que no tenía
razones para sonreír cada mañana. A mi profesor se le encendió el alma y
contradijo a la mujer. Siempre hay una razón para ser feliz y sonreír cada día.
Basta con ver un nuevo amanecer, saber que las personas que amas siguen ahí y,
sencillamente, vivir. Le dijo a la mujer que no era desgraciada, que estaba
seguro que en su interior se escondía una bella persona a la que no le importaría
ayudar un día a uno y otro día a otro, que tenía una voz bonita, que era
admirable cómo se enfrentaba a cada día con el esfuerzo de andar difícilmente.
Le dijo que tenía unos ojos hermosos y que si no era capaz de sonreír con todas
esas cualidades más las que él no conocía, no se valoraba lo suficiente.
A la mujer se le abrieron los ojos
y dejó soltar una lágrima o dos. Mi profe le dijo que no llorara y esta le
contestó dándole las gracias nuevamente. Él quedó asombrado y ella se marchó
sonriente y con el anhelo de haber llorado. Se quedó pensativo un rato y le
esbozó una mueca de felicidad en la cara. Se sentía motivado.
Al día siguiente se levantó, subió
la persiana y admiró el nuevo día, lleno de magia y esplendor. Llovía, pero
para él seguía siendo un buen día. Un día maravilloso. Quedó con su amigo y
este se percató de que había recuperado su entusiasmo.
Después de las clases, aquella
chica que se lo había hecho pasar tan mal corrió hacia él con los brazos
abiertos y una gran sonrisa en la cara. No podía creerlo. Ella le empezó a dar
las gracias, histérica. Él le agarró de los brazos y la tranquilizó. Ella se le
puso a contar:
Su madre llego a casa diciendo que
se había encontrado a un hombre en el parque, que la había dado fe en sí misma.
Estaba tan contenta que lloraba de alegría. Hacía mucho tiempo que no la veía
tan feliz, tanto que la joven se preguntó qué había pasado. Su madre se lo
explicó. Le contó que el mismo hombre que le cedió su asiento en el metro le
ayudó a bajar las escaleras y le dijo cuántas cosas buenas veía en ella.
También le dijo cómo se llamaba aquel joven.
La chica se puso muy contenta de
ver así a su madre. Mi antiguo profesor le preguntó por qué estaba siempre tan
seria. Ella le dijo que era porque su madre estaba tan triste cada día que ella
no podía soportarlo y caía también en la penuria. Le contó que seis años atrás,
su madre iba con el hermano de la joven de camino al parque. El niño se metió
en una piscina de bolas y la mujer se encontró con la madre de un amigo de su
hijo.
Estuvo conversando con ella mucho
tiempo, demasiado. Había dejado a su hijo solo dentro de la piscina de bolas.
Para cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. Lo llamó a gritos. El
pequeño no contestaba. Entró como una posesa en la piscina de bolas a buscar a
su hijo y se golpeó con mucha fuerza la pierna. Lo buscó por todos lados, hasta
en el fondo de la piscina y allí lo encontró. Lo sacó de la piscina en brazos,
sin poder creer lo que estaba pasando. La gente de alrededor que se había percatado
del accidente llamó a una ambulancia y se colocó detrás de la mujer que
sujetaba a su hijo.
Se preguntaba por qué no había más
niños en la piscina, por qué ninguna otra persona se dio cuenta de lo que
pasaba, por qué tenía que haberse puesto a hablar con aquella mujer, por qué se
despreocupó de su propio hijo… llegó a maldecir a Dios.
La ambulancia llegó y varias
personas bajaron de ella. Le levantaron la cabeza, le tomaron el pulso y
negaron con la cabeza. Era tal la desesperación de la madre que sentía como si
se estuviera ahogando de dolor.
Desde aquel día la mujer se sentía
culpable y no volvió a sonreír. Tan sólo le quedaba una única hija y la educó
lo mejor que pudo. Con el tiempo, su hija también dejó de sonreír.
Después de haberle contado aquella
triste historia ella no pudo evitar llorar. Él la abrazó y como en un suspiro
que dejas salir el aire lentamente, se besaron.
Ahora mi es profesor está
felizmente casado y tiene un hijo. Tiene muy buenas razones para sonreír cada
día.
que historia tan bonita... se me saltaron las lagrimas... neka perdona por no haberla leído entera antes no tenía tiempo... pero me alegro de haberlo encontrado esta historia me a llegado...
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